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El Duende y la Dama

Nuria Espert, la gran dama del teatro español, recita los poemas del "Romancero Gitano", de Federico García Lorca

Es una noche tibia, templada, en la que el paseo hasta el Teatro Lope de Vega se convierte en un verdadero placer para cualquier curioso observador. Son muchos los alicientes para acudir hasta el edificio neobarroco enclavado en la Avenida de María Luisa, muy cerca de la antigua Real Fábrica de Tabacos de Sevilla. El público, tan dispar como numeroso, hace cola para no perderse la actuación de la maravillosa Nuria Espert. La gran dama del teatro español que hoy recita en solitario los poemas del «Romancero Gitano», de Federico García Lorca.

Mientras dura el trayecto hasta el teatro, me abstraigo por completo del bullicio callejero y trato de imaginar cómo sería aquella tierra que inspiró al dramaturgo granadino, de la que hablaba en sus romances. En el «Romancero Gitano» el autor pone voz de forma poética, aunque crítica, a un pueblo silencioso, humilde, y también a sus gentes. Lo hace en un lugar familiar para él, su tierra, Andalucía, en un momento en el que el desarrollo social, económico y cultural muy desiguales propiciaron una situación dramática en muchos casos.

¿Cómo vivirían aquellos hombres en los arrabales de la cuidad del Darro? Si cerrase los ojos sería capaz de percibir la constante algarabía de gritos de chiquillos descalzos, corriendo a los pies de las cuevas del Sacromonte, bajo la atenta mirada de los más viejos, de los más sabios. Ojos grandes y oscuros ahondando todo, ojos baldíos para no ver la desventura de un pueblo, el pueblo gitano.

A lo largo de la obra del granadino hay numerosos elementos, figuras, que se repiten una y otra vez; una de ellas es la mujer. Lorca es un amante del mundo femenino. La mujer como elemento vital en prácticamente todas sus obras. Ellas cobran una dimensión abrumadora bajo la pluma del autor: desde «Mariana Pineda», «Doña Rosita la Soltera», «Yerma», «La casa de Bernarda Alba», «Bodas de sangre»… representan y vertebran una sociedad no siempre matriarcal, en otra época ciertamente dura y difícil. Acaparan gran parte de su protagonismo en casi la totalidad de las obras de teatro más importantes del dramaturgo. En multitud de ocasiones cae fascinado por el ímpetu, el ánimo, la fuerza, la sutileza y las costumbres de un universo, el lorquiano, que destila esencia femenina por todas partes.

Y en ese epicentro de tradición gitana que habita el Sacromonte también aparecen ellas: dignas, morenas y hermosas mujeres. Oscuros cabellos bajo el sol, alegres en sus oficios canasteros junto al río, rodeadas de juncos, espartos y mimbres. Envueltas por una mezcla de olores a narcisos, alelíes y potajes gitanos. No lejos de allí se oyen los sonidos que salen de las fraguas, cadentes, rítmicos… los martillos son empuñados por hombres férreos y sudorosos que realizan el viejo oficio del dios Vulcano, en un fuego nunca extinto. Ellos fraguan la leyenda de un pueblo al que Lorca consiguió inmortalizar para siempre.

No hay noche lorquiana sin su luna, la misma que espejea hoy sobre la sombría superficie del Guadalquivir. Ella es también otro elemento clave en muchos de sus poemas. Tan simbólica y cómplice. Tan trágica como su muerte.

La ciudad siempre se muestra bulliciosa y vocinglera, mezcla de olores dulces, entre buñuelos y jazmines, que acompañan el trayecto hasta el auditorio. Luces de farolas, coches que hacen sonar sus cláxones con desmesura y la extravagancia de la chavalería deseosa de olvidar la rutina; van y vienen, vienen y van sin prisas cargados con sus botellas a cuestas dispuestos a celebrar su juventud.

Dentro del teatro se observa el poder de atracción de la obra. Un público heterogéneo, desde personas mayores con distintas dificultades que se acomodan en los palcos a sus propias necesidades, a personas de mediana edad, jóvenes, estudiantes, llenan el patio de butacas… la simbiosis Federico García Lorca/Nuria Espert, seduce. Es obvio.

No hay necesidad de decorado superfluo. No hay grandes efectos de iluminación, tampoco exceso de vestuario; no es necesario. Solo hay que dejarse llevar por la emotiva introducción de una aparentemente frágil mujer vestida de negro. Soberbia y maravillosa resulta la dicción y su timbre de voz. Envuelve, cautiva, embelesa… la actriz se hace grande de la mano de un grande, como es Federico García Lorca; porque su poesía esta noche está más viva aún con la fuerza y el coraje que ella imprime a pesar de su edad. Es incuestionable. El tiempo se ha posado sobre la obra del mentor y lo convierte en algo eterno.

Sobre las tablas del escenario la menuda actriz desgrana algunas anécdotas personales ligadas a su niñez. Cuenta con ternura aquella tarde en la que vio aparecer a su padre con un ejemplar del «Romancero Gitano» forrado primorosamente con papel de periódico, bajo su chaqueta, como queriéndolo proteger, sabedor de que entre sus ropas portaba un tesoro. Hasta la fecha, según la intérprete, en casa de sus padres jamás vio un libro. Ese hecho sería decisivo para su carrera, su primer contacto con las letras y la interpretación, a través de Federico. Fue clave -así lo recuerda ella-.

Hay un silencio absoluto durante toda la narración, pero se hace más esencial y emotivo aún cuando llega el turno poético del que es casi un signo de identidad para un pueblo: El «Romance Sonámbulo». «Verde que te quiero verde». Tan rico en simbolismo, tan íntimo, que aprisiona las entrañas.

El «Romancero Gitano» es un canto constante y reivindicativo de un pueblo, el pueblo gitano. Con exquisita sensibilidad recorre a través de sus dieciocho romances las raíces, la cultura y las costumbres de un pueblo perseguido durante siglos. Su obra está llena de elementos presentes y vivos, aunque no siempre explícitos. Lorca juega con las palabras hasta elevarlas a un tono poético simbólico único, de una riqueza asombrosa, para aludir a temas tan comunes como el amor, la honra, el honor y, cómo no, la muerte. La muerte es otra constante a lo largo de toda su obra. La tragedia en el final de la vida. La que nos avisa y nos pone sobre alerta de que todo es finito, no hay nada eterno. Todos somos prescindibles, incluso él.

Nos legó abundantes y grandes composiciones literarias. En el Sur, en la tierra del poeta, donde el verde, color lorquiano por excelencia, se extiende desde la Sierra de Aracena hasta el mar de olivos en Jaén, pasando por La Alpujarra granadina, goza de un gran calado. Los escolares recitan aplicadamente en las aulas y los más mayores tararean de la canción aquel fragmento ya popular del «Romance Sonámbulo»:

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar

y el caballo en la montaña.

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